Opinión
AI Washing: ni tan listos, ni tan inteligentes
En 1986, el activista medio ambiental Jay Westerveld acuñó el término «greenwash», con el que comenzó a denominarse a las compañías que buscaban «limpiar su imagen» (habitualmente señaladas por su impacto ambiental), incorporando prácticas y eslóganes publicitarios que hacían eco de un supuesto compromiso con el Planeta. Compañías altamente contaminantes como Chevron o Westinhhouse fueron acusadas de tratar de hacerse pasar por empresas «amigas de la naturaleza» utilizando para ello todos los recursos publicitarios a su alcance, como sobredimensionar algunos pequeños hitos de su política RSC, mientras sus emisiones seguían aumentando de forma considerable.
En la segunda década del siglo XXI este es un fenómeno bien documentado y la mayoría de los consumidores suelen desconfiar de este tipo de mensajes. Lo que no resulta tan sencillo sin embargo, es al calor de la IA generativa, saber detectar lo que podemos denominar como «IA Washing, es decir, pasar por inteligente lo que no lo es.
Podríamos definir el AI Washing como una práctica de marketing con la que habitualmente se exagera el papel que juega la inteligencia artificial en el producto o servicio que se quiere promocionar.
En muchas ocasiones, productos que utilizan algoritmos sencillos (poco más que tablas dinámicas en Excel), pasan a ser anunciados destacando nuevas e increíbles características de inteligencia artificial, aprovechándose para ello de la ausencia de un consenso universal que defina con precisión qué es y sobre todo qué no es la IA.
En otras ocasiones, conocidas startups presumen de inteligencia simplemente porque su aplicación se conecta a una API de IA generativa, disponible para cualquier persona de forma pública, pasando a comercializar su producto como auténtico y original; en otras, proyectos que se venden como un hito de la inteligencia artificial dependen en realidad y en gran medida de cientos de personas que trabajan entre bastidores para que nada falle.
En esta última categoría merece la pena recordar el caso de «Amazon Go« una tienda física con la que Amazon quería revolucionar la experiencia de compra y en la que se eliminaba el pago en caja. Cámaras y sensores colocados en la tienda y en los artículos, controlarían lo que se compra, procesa la misma y realiza el pago a la salida, agilizando las compras porque el cliente no tendría que ponerse en una cola. Podría simplemente salir de la tienda y pagar el recibo en su App de Amazon. El sistema, de gran complejidad, funcionaba de forma razonable pero a la vez escondía un secreto: para hacerlo posible, un pequeño «ejército» compuesto por 1.000 trabajadores indios se encargaba de vigilar cada compra.
Y no son los únicos. Waymo, la división de coches autónomos de Alphabet, cuenta con todo un centro de operaciones desde el cual los empleados de la compañía pueden monitorizar cada uno de los vehículos a través de sus cámaras y controlarlos de forma remota cuando ocurre cualquier tipo de incidencia (como las innumerables veces que estos vehículos aparcar donde no deben o impiden el paso a vehículos de emergencias). Los responsables de Cruise, otro servicio de coches autónomos, propiedad en este caso de General Motors, admiten que sus taxis necesitan asistencia humana cada 8-10 kilómetros, mientras que en el caso de la startup alemana Vay es su plantilla de trabajadores la que se encarga de conducir el coche de forma remota.
Confianza ciega
Cuando hablamos de AI Washing a menudo también hablamos de un problema de confianza ciega en las posibilidades de una tecnología. Aunque nadie duda de que la inteligencia artificial es real y que funciona, lo cierto es que aún no tiene el grado de madurez necesario para resolver problemas extremadamente complejos, como puede ser el caso de precisamente, la conducción autónoma.
Pero antes de admitir esta realidad, muchas empresas se auto-convencen de una forma un tanto ilusoria de que la tecnología actual sí que está o puede estar preparada. Se convencen a sí mismos, a las juntas directivas y a los accionistas. Finalmente, hacen público todo aquello que sobre el papel deberían ser capaces de hacer. Y esto está muy bien, salvo un pequeño pero hasta el momento insalvable problema: no es verdad,
Ningún caso representa mejor este tipo de confianza ciega que la dirección de Musk con Tesla. Ya en octubre de 2016, el magnate prometió que para finales de 2017 haría una demostración de cómo uno de sus vehículos podía conducir de forma completamente autónoma entre Los Ángeles y Nueva York; en abril de 2017 predijo que en dos años, los conductores podrían dormir en sus vehículo mientras este les trasladaba confortablemente hasta su destino; en 2018 prometió de nuevo una experiencia completamente asistida para finales de 2019; en 2020 aseguró que para finales de ese año la multinacional contaría con más de un millón de taxis autónomos en las principales ciudades del país; e incluso este 2024 ha vuelto a repetir la promesa. Nada de esto ha ocurrido hasta el momento y probablemente no vaya a a ocurrir a corto plazo.
El problema real de este AI-Washing es que fomenta la ilusión tanto en la industria tecnológica como entre consumidores y empresas, que la IA es la solución a todos los problemas y peor aún, que puede superar desafíos imposibles, cuando la realidad es muy diferente.
Esto no quiere decir que no haya que seguir invirtiendo en IA y desarrollar más y mejores soluciones, sino tal vez comprender que no todo tiene que resolverse con Inteligencia Artificial, que una tecnología no siempre es mejor por ser «inteligente», que hay que defender mejores casos de uso (o con más sentido) y que al menos a medio plazo, el componente humano no se va a poder sustituir por ningún algoritmo, por muy listo que creamos que puede llegar a ser.
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