Opinión
IA y nube: la competitividad de Europa en juego por la regulación
La correlación entre digitalización, crecimiento económico y progreso social está ya demostrada por las investigaciones académicas en Europa, América y Asia. Estos tres vectores también forman un círculo virtuoso, una relación positiva que se retroalimenta, en términos de innovación y productividad. La digitalización es, de hecho, el elemento acelerador y diferenciador que garantiza la competitividad y la propia solvencia de todos los sectores tradicionales.
La Inteligencia Artificial -IA- Generativa ha sido el último ejemplo de innovación entre las tecnologías de la nube, como antes fueron el blockchain o incluso hasta el propio machine learning, conceptos que ya nos suenan casi antiguos. Todas son tecnologías que se dan en y gracias a la nube, que es su entorno y su ecosistema necesario. No puede haber IA fuera de la nube. Y seguro que la IA Generativa, tecnología mucho más capaz que un solo producto como el chatbot ChatGPT, no será la última ni la más disruptiva de las tecnologías cloud.
La irrupción de la IA promete una revolución tecnológica de una magnitud similar a la que supuso el descubrimiento del fuego entre los prehistóricos, o la electricidad en la última revolución industrial. La nube ha cambiado la manera en la que tomamos datos -como el Internet de las Cosas-, los almacenamos -creando el big data-, los procesamos -el cloud computing-, y obtenemos de ellos valor -por ejemplo, con analítica de datos- para una infinidad de usos -como la realidad virtual, el coche conectado, el comercio electrónico o la cirugía remota-, que solo acabamos de empezar.
El valor de los datos no se mide en Gigas -al peso- sino por el conocimiento que uno sea capaz de extraer de ellos para tomar mejores decisiones, multiplicando la eficiencia. Sin obtener inteligencia de los datos, éstos son meras cifras que ocupan espacio y distraen. La IA ha logrado que las máquinas nos ayuden a obtener ese conocimiento de los datos, prediciendo el siguiente elemento de una cadena. Y la IA Generativa, además, genera un contenido nuevo que no existía, en cualquier formato -texto, imagen, audio, vídeo…-, aunque siempre a partir de datos previos y siguiendo instrucciones.
La IA y el resto de tecnologías en la nube, las que tenemos y las que tendremos, son oportunidades tecnológicas, económicas, ecológicas y sociales sin comparación en la historia. Sin embargo, una regulación precipitada o inadecuada en Europa puede frenar el crecimiento de estas tecnologías, y en algunos casos hasta impedir que lleguen a nacer como corresponde. La regulación puede acelerar o limitar nuestra capacidad de tener campeones digitales globales en esta segunda era de internet, los que Europa no logró en la primera etapa de la red y una razón principal por la que no existen big techs europeas.
Una regulación europea ineficiente que suponga desventaja competitiva para que la innovación nazca y crezca en el viejo continente conllevaría un lucro cesante, y supondría una autolimitación al progreso tecnológico y económico que soporta el estilo de vida europeo, basado en la centralidad de la persona, los derechos individuales y los principios de responsabilidad y solidaridad. Es decir, sin tecnología no hay economía moderna, y sin economía no se financian los derechos sociales, porque la sostenibilidad no es solo una cuestión ecológica: nuestras sociedades requieren de competitividad para sostenerse. Romper esa dinámica y renunciar a la competitividad no es solo renunciar al círculo virtuoso explicado por la academia, sino entrar en un círculo vicioso de proteccionismo y autarquía, que transporta a economías como la feudal, la franquista de los años 40, o la soviética.
Además, una regulación ineficiente que frene en Europa la innovación de las tecnologías en la nube como la IA, expulsa de hecho esa inversión a otras regiones, reforzando cada vez más el liderazgo de Estados Unidos y China, y relegando Europa a un rol de arbitraje. Sería como que la selección española de fútbol hubiera renunciado a jugar en la Eurocopa 2024 y hubiera preferido quedarse como linier para señalar los fuera de juego de otros países. En último término, sería el principio de un aislacionismo, solo aspirando a que el resto del mundo quiera seguir nuestras reglas por una pretendida autoridad moral, cada vez menos respaldada por sus resultados.
La nube y las tecnologías implícitas son la solución al principal problema que tiene la Unión Europea: la competitividad. Otras regiones del mundo tienen problemas más graves, como la desigualdad, o la inseguridad física o jurídica, o la libertad política. Europa está en mejor situación para afrontar un problema que podría ser meramente técnico, pero en él nos jugamos la subsistencia: la sostenibilidad, en su sentido más amplio, por un problema de competitividad.
Cuando la nube como ecosistema ofrece acceso a toda la innovación del mundo, y a un precio igualmente accesible para cualquier tipo de organización, la deseada competitividad está más al alcance que nunca en la historia. El paso de gigante que supuso la creación de la Unión Europea, sin barreras al movimiento de personas, mercancías y servicios entre Estados miembros, ha sido en parte concedido también a todo el mundo con la economía digital que llamamos globalización, por lo que la UE ya no es una ventaja competitiva definitiva que nos permita vivir de las rentas.
El crecimiento de las tecnologías en la nube ha llevado a una mayor atención de Bruselas y los reguladores en Europa. Primero fue la Directiva de Comercio Electrónico estableciendo responsabilidades para cada tipo de actor y actividad, nuestra norma fundacional; después vino la obsesión por la privacidad y el Reglamento General de Protección de Datos; la privacidad es necesaria pero no puede ser el objetivo de nuestra economía y, mientras era estandarizado de manera casi global, otros países procuraban innovar en ese marco en lugar de pensar en la siguiente regulación como meta.
De manera más reciente, la UE ha aprobado otras tantas regulaciones -como la DSA, la DMA o la Ley de IA- que aún hemos de digerir para descubrir si suman o restan competitividad. Mientras, el resto de regiones en el mundo mira expectante nuestro experimento, y nuestro atrevimiento, al regular tecnologías que no tenemos, grandes servicios que no prestamos, y el tamaño de compañías que no hemos sido capaces de generar, a pesar de las ayudas públicas. Y es que la estrategia no va de regulación, como Europa pretende: va de crear empresas potentes, sólidas, líderes tecnológicos del futuro.
En general, las regulaciones europeas son asumibles por los grandes actores -en su mayoría extra comunitarios- porque su tamaño y economías de escala globales les permite pagar el impuesto revolucionario-regulatorio de una cuota de ineficiencia. Las pequeñas empresas europeas, sin embargo, son ahogadas por reglas del juego que impiden la competitividad por el número y complejidad de obligaciones y cargas regulatorias que se imponen.
Para Europa es vital -en su sentido más clínico- reaccionar. La digitalización debe empezar a entenderse como sinónimo de progreso social, de sostenibilidad para los derechos públicos que dependen de la economía, como una educación y una sanidad universales, públicas y gratuitas, o los subsidios por desempleo, enfermedad o maternidad, o las pensiones, o los servicios sociales a dependientes: ¡todos! No hay que elegir entre innovación tecnológica o derechos, es que no habrá derechos sin digitalización. Sin competitividad solo se podría decidir el modo de gestionar una pobreza crónica, que es la opción más insolidaria y la que más desigualdad genera ante una élite que siempre puede reconstruir su vida en otro lugar del mundo.
Además, la nube es la opción más ecológica, es asumir un compromiso con nuestro planeta para no hipotecar el futuro de las próximas generaciones. Los estudios de McKinsey confirman que la inteligencia artificial y otras tecnologías en la nube pueden desempeñar un papel fundamental en la descarbonización, y acelerar y catalizar significativamente la transición verde. La causa que soporta los datos es clara: se ejecuta más rápido y de manera más eficaz a través de la nube, ha generado eficiencias de costes y ahorros operativos, perfecciona las economías de escala y optimiza el uso de los recursos, especialmente los recursos naturales como la energía, el agua o los materiales de construcción de hardware.
También hay que tener en cuenta que algunos de los principales proveedores de nube en el mundo han adquirido compromisos medioambientales como conseguir ya emisiones netas de carbono cero, mientras lo previsto en los Acuerdos de París se proyecta para el año 2050; o alimentar todas sus actividades con energía verde -Amazon es el principal comprador de renovable en España y el mundo-; o ayudar a reparar filtraciones y pérdidas del sistema para aportar más agua a las comunidades donde instalan centros de datos que la que éstos utilicen para refrigerarse -y en España se malgasta más agua de la red por fugas y roturas de la que consumimos las personas.
Todo esto es clave para la descarbonización de nuestra sociedad y economía, y la solución para que lo logren todo tipo de organizaciones -desde Administraciones Públicas y grandes corporaciones hasta PYMEs, ONGs y startups- en su actividad digital transportable a la nube, a las que les sería muy difícil hacerlo por su cuenta. Y, por último, aporta la trazabilidad que necesitamos para poner datos a los objetivos de sostenibilidad y medir el impacto real logrado.
Todos estos retos económicos y ecológicos, de competitividad y eficiencia, están en juego por la visión de la tecnología y el uso de la regulación que haga este nuevo Parlamento Europeo y la nueva Comisión Europea. Las normas tienen una evidente influencia en el comportamiento social y en el mercado, y se podría decir que son el mayor lobby en los hábitos de los ciudadanos: determinan los límites estableciendo lo obligatorio y lo prohibido, y condicionan la percepción de lo bueno o pernicioso con lo promovido -con subvenciones, oferta pública, gratuidad…- y lo desincentivado -a través de impuestos, cargas administrativas, etc.-. Estamos consiguiendo de forma alarmante demonizar algunas tecnologías como la IA, en vez de ilusionar a nuestros jóvenes en su buen uso y materializar proyectos emprendedores para acometer con esta tecnología grandes retos que tiene planteada la humanidad.
Europa se juega el futuro de su competitividad y de la sostenibilidad de nuestro modo de vida en la regulación, como gran impulsora o detractora de la innovación. Una Ley de IA basada en el riesgo real de cada caso de uso y no de la tecnología que utilice, siguiendo estándares globales, que no aísle a Europa, y que no genere más fragmentación por país o localidad en nuestro continente, es crítica para nuestro devenir. Del mismo modo que una Ley de Mercados que garantice una competencia justa, donde no se discrimine por ninguna causa, incluyendo el país de origen o el tamaño, y sin intervenir donde no existe un problema de mercado demostrado –no move without prove-; o una regulación que no procure subsidiar una industria europea -como la de telecomunicaciones- imponiendo la obligación de financiarlo a quien sí logra competitividad -como las plataformas audiovisuales-.
La Comisión Europea ha establecido sus objetivos de transformación tecnológica en la Década Digital, aspirando a que el 75% de las empresas de la UE usen la nube e IA en 2030, lo que podría añadir 228.000 millones de euros para la economía española, según la consultora Public First. Otro tanto sucede con la IA generativa que para España según las previsiones de informes como los de McKinsey podría generar unos 50.000 millones de euros al año. En manos de la regulación está la capacidad de dinamizar un círculo virtuoso o vicioso, una visión pro-innovación o proteccionista, una apuesta digital o defensiva.
El fuego cambió la prehistoria, la electricidad determinó la vida moderna, y las tecnologías en la nube como la IA son la gran oportunidad para un futuro que en Europa queremos al servicio de las personas. La tecnología puede ser, como siempre ha sido, la mejor herramienta que tenemos en el taller para lograrlo, y así demostrarlo al mundo, volviendo a ser el faro que un día inició la globalización con la primera circunnavegación, y que hoy defiende la dignidad humana por encima de cualquier otro interés. Pero el reto digital se logrará con talento creativo e impulso empresarial, nunca con una regulación utópica e ineficiente.
Firmado: Andrés Pedreño Muñoz, Catedrático de Economía Aplicada
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